En el convento se nos prohibía tener
maquillaje, pues creían que eso era para las mujeres busconas, no lo decían de
esa manera, pero yo así lo entendía. Habían algunas madres tan blancas que
parecían momias, habían las que son de color amarillento, otras muy morenas,
había gran diversidad de tonalidades de piel, y por supuesto un poco de
maquillaje no les habría caído nada mal, pero no, era casi un delito tener al
menos un labial. Yo, como es claro, no podía estar así, a pesar de mi corta
edad, mi madre me había enseñado que siempre debemos estar bellas, y que es
importante darnos retoques cada que los necesitemos, así que yo tenía en mi
cuarto algunas cosas de bellezas, no muy llamativas, tenía más bien cosas que
disimularan imperfecciones y cosas así. Tenía algún polvo, delineador, brillo
para los labios, e incluso un discreto labial. Según yo son cosas que jamás
imaginarían que yo tendría, en realidad hasta ese día nunca las había usado,
tal vez ya me estaba acostumbrando a estar de esa manera, no lo sé. También
conservaba un pequeño espejo, que era el que más odiaba, pero más usaba, lo
odiaba porque cada vez, al mirarlo me daba cuenta de lo fea que me veía, pero
en fin, siempre hay que sacrificar algo.
Emocionadísima la seguí, recorrimos el pasillo
general dando como siempre los buenos días a todas, yo iba con una gran
sonrisa, tal vez a muchas les haya extrañado, pero ¿Cómo no iba a estar feliz?
Pasamos junto a la reverenda, y la saludamos cordialmente, ella hizo lo mismo y
compartió algunas palabras con Ximena, yo mientras tanto avancé algunos pasos
para que no me viera fijamente. Después de unos minutos continuamos, no
avanzamos ni diez pasos cuando escuché lo que menos quería oír <<Fernanda
¿puedes venir un momento?>>. Los nervios me invadieron, levanté la cara,
miré a Ximena y me volví hacia atrás. <<Tú sigue, solo se queda ella>>
No sabía qué sentir, si coraje, miedo, angustia o qué, en fin le dije a Ximena
que la alcanzaba en seguida, y fui con la reverenda.
-Pasa
Fernanda, siéntate – Me dijo muy atenta.
-Claro, ¿qué
pasa? – Le pregunté temerosa y con la cabeza un poco inclinada hacia abajo.
-No pasa
nada, a menos que… levanta un poco tu cabeza – respondió con una intención que
me enchinó la piel, yo sabía que estaba metida en un gran lío. – ¿Tres maquillaje
verdad?
-No, ¿Cómo
cree usted? – añadí muy nerviosa – eso está prohibido en este lugar.
-Entonces
no te molestará que me acerque a ti, y huela tu cara. – yo sentía ya el castigo
sobre mí, no sabía qué responder. – Y si es maquillaje, te harás acreedora a un
severo castigo.
Se levantó de su silla y caminó
hacia a mí, mis piernas temblaban, por primera vez les hice caso, ellas siempre
decían “Cuando no encuentres la salida, resale al señor y él te iluminará”. Eso
hice, comencé a rezar, y unos metros antes se detuvo. <<No hay necesidad
de olerte, es evidente que lo traes, ¡entrégamelo!>>. Salimos de ahí, me
acompañó hasta mi habitación, le pedí disculpas, le expliqué que yo no tenía
idea de lo malo que era usarlo, y que como mi madre me decía que es necesario
en ocasiones, pues creí que no habría dificultad. No sé si me haya creído, en
fin que solo me retiró el maquillaje y me prohibió la salida de mi cuarto
durante todo el día. El coraje me mataba, no era posible que haya perdido mi
oportunidad, y ahora hasta mi maquillaje. Me sentía perdida, y si Ximena ya no
me pedía que la acompañara, sería la muerte para mí.