viernes, 27 de julio de 2012

Instintos bajo la piel (Parte 3)


En el convento se nos prohibía tener maquillaje, pues creían que eso era para las mujeres busconas, no lo decían de esa manera, pero yo así lo entendía. Habían algunas madres tan blancas que parecían momias, habían las que son de color amarillento, otras muy morenas, había gran diversidad de tonalidades de piel, y por supuesto un poco de maquillaje no les habría caído nada mal, pero no, era casi un delito tener al menos un labial. Yo, como es claro, no podía estar así, a pesar de mi corta edad, mi madre me había enseñado que siempre debemos estar bellas, y que es importante darnos retoques cada que los necesitemos, así que yo tenía en mi cuarto algunas cosas de bellezas, no muy llamativas, tenía más bien cosas que disimularan imperfecciones y cosas así. Tenía algún polvo, delineador, brillo para los labios, e incluso un discreto labial. Según yo son cosas que jamás imaginarían que yo tendría, en realidad hasta ese día nunca las había usado, tal vez ya me estaba acostumbrando a estar de esa manera, no lo sé. También conservaba un pequeño espejo, que era el que más odiaba, pero más usaba, lo odiaba porque cada vez, al mirarlo me daba cuenta de lo fea que me veía, pero en fin, siempre hay que sacrificar algo.

Esa mañana no podía permitirme bajo ninguna circunstancia ir natural con él, sería una equivocación, así que en cuanto salió para ducharse Ximena cerré con llave el cuarto, y saqué todas mis cosas secretes, entre ellas tenía una loción que amo. Me puse un poco de delineador, me ricé un poco las pestañas, me puse un poco de polvo, y para terminar brillo en los labios, me miré al espejo y me veía realmente hermosa y sin hacerme mucho, claro que ese horrible hábito no me ayudaba nada, pero en fin. Estaba lista para verlo, no pude resistir la tentación y guardé la loción en la bolsa donde guardaba mi rosario. Salí de la habitación, y caminé a la capilla, ese era el único sitio en donde no se nos decía nada, nada era más importante que orar, así que ahí me quedé imaginando cómo sería verlo después de tanto tiempo, cómo llamaría su atención, estaba realmente nerviosa. Después de un rato regresé a la habitación y ya estaba Ximena lista para irnos, como es evidente, intenté no verla demasiado a la cara, no fuera que notara e maquillaje y fuera de chismosa. <<Hoy te ves muy linda, como ningún otro día>> me dijo levantando mi cara con sus manos. Me morí de los nervios, estoy segura que se dio cuenta que traía maquillaje, pero no me dijo nada, solo me dijo que ya era hora.

Emocionadísima la seguí, recorrimos el pasillo general dando como siempre los buenos días a todas, yo iba con una gran sonrisa, tal vez a muchas les haya extrañado, pero ¿Cómo no iba a estar feliz? Pasamos junto a la reverenda, y la saludamos cordialmente, ella hizo lo mismo y compartió algunas palabras con Ximena, yo mientras tanto avancé algunos pasos para que no me viera fijamente. Después de unos minutos continuamos, no avanzamos ni diez pasos cuando escuché lo que menos quería oír <<Fernanda ¿puedes venir un momento?>>. Los nervios me invadieron, levanté la cara, miré a Ximena y me volví hacia atrás. <<Tú sigue, solo se queda ella>> No sabía qué sentir, si coraje, miedo, angustia o qué, en fin le dije a Ximena que la alcanzaba en seguida, y fui con la reverenda.
-Pasa Fernanda, siéntate – Me dijo muy atenta.
-Claro, ¿qué pasa? – Le pregunté temerosa y con la cabeza un poco inclinada hacia abajo.
-No pasa nada, a menos que… levanta un poco tu cabeza – respondió con una intención que me enchinó la piel, yo sabía que estaba metida en un gran lío. – ¿Tres maquillaje verdad?
-No, ¿Cómo cree usted? – añadí muy nerviosa – eso está prohibido en este lugar.
-Entonces no te molestará que me acerque a ti, y huela tu cara. – yo sentía ya el castigo sobre mí, no sabía qué responder. – Y si es maquillaje, te harás acreedora a un severo castigo.

          Se levantó de su silla y caminó hacia a mí, mis piernas temblaban, por primera vez les hice caso, ellas siempre decían “Cuando no encuentres la salida, resale al señor y él te iluminará”. Eso hice, comencé a rezar, y unos metros antes se detuvo. <<No hay necesidad de olerte, es evidente que lo traes, ¡entrégamelo!>>. Salimos de ahí, me acompañó hasta mi habitación, le pedí disculpas, le expliqué que yo no tenía idea de lo malo que era usarlo, y que como mi madre me decía que es necesario en ocasiones, pues creí que no habría dificultad. No sé si me haya creído, en fin que solo me retiró el maquillaje y me prohibió la salida de mi cuarto durante todo el día. El coraje me mataba, no era posible que haya perdido mi oportunidad, y ahora hasta mi maquillaje. Me sentía perdida, y si Ximena ya no me pedía que la acompañara, sería la muerte para mí.

viernes, 20 de julio de 2012

Instintos bajo la piel (Parte 2)


Las noches en el seminario eran interminables, oscuras, y muy estrictas, mis padres me visitaban una vez a la semana y yo los visitaba los fines. Las monjas siempre fueron muy lindas conmigo, en especial una, creo que era lesbiana, le encantaba estar conmigo y me decía “qué lástima que estés tan bella y que no serás para nadie”. Eso creía ella, mi objetivo estaba claro. Me miraba al dormir, por desgracia compartíamos habitación. Cuando me desnudaba, me comía con los ojos, me daban ganas de gritarle que me dejara de mirar, que yo no era como ella, pero decidí dejarla que me viera, después de que me di cuenta que ella tenía cierto acceso al sacerdote. Empecé a tratarla bonito, y le hice creer que era su amiga, por favor, ¿yo su amiga?, bueno, solo intenté hacerlo. Pasaban los días, y me di cuenta que ella cada vez me deseaba más, lo que me provocó infinitamente. En una ocasión la encontré con metida en mi ropa interior, juraba que era porque creía haber visto una suya ahí mismo, sí cómo no. Pero le hice ver que no había problema, incluso la dejé entrar a la regadera conmigo, yo tenía que conseguir a como me diera lugar acceso a él, y la única manera era ella, las demás monjas no me lo permitían, pues yo era “la nueva”, así que ella era mi única carta por jugar.
Confieso haberla provocado en muchas ocasiones, hasta que me hiciera acompañarla y acercarme al sacerdote, pero era inútil. Muchas veces me metí a su cama desnuda o con muy poca ropa y le pedía me abrazara porque tenía miedo, ajá, miedo. Claro que no, solo quería excitarla hasta el punto que me necesitara, y hacerla dependiente a mí, pero sus principios eran muy fuertes, y tardé mucho hasta lograr que eso pasara, y como siempre, tuve que ser yo quien tomara la iniciativa. Me metí a su cama, con apenas ropa interior, ella ya acostumbrada, me dejó entrar, así que esperé unos minutos, los suficientes para que uno imaginara que el otro está dormido, comencé a acariciar su cuerpo, y ella se quedó muda, no dijo nada, ni se movió, imagino que quería que yo pensara que estaba dormida, así que comencé a respirar en su cuello, y a besarla suavemente, haciendo ligeros ruidos con mi respiración, para que me creyera excitada. Sentí su piel temblar, se comenzó a poner muy dura, y su respiración cada vez era más fuerte. Mi quité la ropa interior, y le desnudé la espalda, puse cuidadosamente mis senos en ella, y seguí tocándola, hasta llegar al centro. “No hagas esto, por favor, detente” dijo en voz baja. Pero no lo hice, y seguí hasta que logré convencerla. Ella estaba muy húmeda, “Qué afortunada sería yo, si fuera hombre” pensaba, tenía un cuerpo hermoso. Por fin cedió y me siguió, no puedo negar que fue una noche buena, y al final, conseguí lo que quería. Al otro día a primera hora me pidió acompañarla a dejar las cartas del sacerdote. No podía creerlo, fingí estar tranquila, y la acompañé.

Instintos bajo la piel (Parte 1)


Yo vivía en un tranquilo pueblo, un hermoso pueblo. Aquí toda la gente era amiga de todos, no habían secretos, a pesar de esa disimulada amistad que había, los chismes y los rumores eran siempre muy fuertes, principalmente cuando salíamos a lavar al río. Un río maravilloso, ahí el agua llegaba perfectamente limpia, como recién nacida, el Sol nos tocaba con sus rayos cada día. Era muy cómodo ir a lavar, en especial porque te enterabas de todo, que si Jacinto le pegó a Josefina, que si Josefina se acostó con Carlitos. Ese Carlitos era un pícaro, no había mujer que no quisiera compartir al menos una noche con él. Tenía una fisonomía casi perfecta, alto y de piel clara, al caminar por el pueblo se sentía su presencia, y eso que solo tenía 24 años, no me quiero imaginar más grande. Se dice por ahí que había tenido varias noviecillas y que ya tenía hijos, otras, las envidiosas les decía yo, decían que era gay, nadie se explicaba cómo un hombre tan perfecto hubiera decidido dedicar su vida a Dios. No yo lo entendía, no debería decirlo, pero tenía un cuerpo perfecto, amaba los deportes, y cada día salía a correr. Las mujercitas, las más chicas principalmente se asomaban para verlo. “¡Qué piernas!, ¡Qué nalgas! ¡Qué hombre!” decían todas. Era incluso divertido.

Nunca se le conoció nada, sus padres eran muy reservados en cuanto a su hijo, solo nos decían “A él lo llamó Dios para servir a él y no a las mujeres”, y se enojaban horrible cuando le insinuaban que fuera homosexual “Mi hijo es un ser de Dios, ¿cómo te atreves a intentar manchar su prestigio de esa manera?” decían, y les corrían de su casa. Una familia brava, tenían una hija, no tan hermosa como el hermano, de hecho nadie de la familia se parecía a él. Además él no realizaba trabajo de pueblo, jamás lo vi agarrar la yunta, o salir temprano para ayudar a su padre, siempre metido en casa, estudiando, o leyendo. Las chicas que se le acercaban, se sentían afortunadas si les hablaba, era bastante serio, pero agradable. Era de esas personas que no te incomodan si están callados.

Yo, una mujer de pueblo, dicen que muy bella, también lo pretendía, era tan guapo que soñaba con tenerlo conmigo, claro que yo solo tenía 18 años, y mi padre quería entregarme de blanco. No sé porqué nadie en el pueblo lo hacía, de hecho habían quienes decían “Tan chiquita y ya se les quedó”, yo no pensaba así, yo quería que ese sacerdote fuera mi dueño, aunque estaba segura que no sería posible nunca dejé de soñar. Me enamoré perdidamente, pero en silencio, si mi padre se enteraba, lo mata o peor aún me mata a mí. Mi familia es de dinero, yo por supuesto soy la heredera de todo, así que le conviene a mi padre que me case, pero no fue así, yo decidí dedicar mi vida a Dios, y no porque yo en verdad creyera en Dios, mi familia no lo hacía, sino porque yo quería acercarme al sacerdote, y fue la única manera que se me ocurrió. Mi padre intentó convencerme de mil maneras para que le diera descendencia, pero yo me negué, y a los 18 años entré al seminario. 

viernes, 6 de julio de 2012

Mi largo sueño



Caminamos por el sendero que nuestra imaginación creaba, habían hermosas flores, y el canto de las aves acariciaba nuestros oídos. El Sol era brillante, y solo nos cubrían algunas ramas de los más bellos árboles. Hasta donde estábamos se lograba escuchar el sonido del río, no estaba demasiado lejano, lo que nos permitía disfrutarlo más.

Íbamos tomados de la mano, como siempre, era una experiencia maravillosa. La suavidad de tus dedos, tu calor que embriagaba mi cuerpo. Nos sentíamos seguros, completos, caminando por un camino sin gente. Hablábamos de cosas muy bellas, y reíamos en todo momento. Tenías la sonrisa más hermosa que yo he visto en toda mi vida, cuando me la mostrabas, sentía que mis rodillas se doblaban, amaba verte sonreír. Tu mirada tan coqueta pero tan tímida, eran cosas que no me permitían olvidarte, simplemente la mujer perfecta.

Como cada día, caminamos ese largo camino, platicando de diferentes cosas, algunas que te han sucedido a ti, otras a mí, pero sin jamás saber más allá de eso, pues nuestras vidas eran desconocidas aún para nosotros mismos. Terminando ese hermoso camino, llegábamos a las rocas, en donde el viento jugaba con nuestros cuerpos y nos envolvía en su canto. Recuerdo tu cabello jugar con él, a ti te molestaba, y a mí me fascinaba. Subimos por entre las rocas hasta llegar a la parte más alta, una vez allí, nos olvidábamos de todo y de todos, éramos solamente tú y yo, la colina, el mar, el viento, el cielo y las rocas. Qué maravilla, no se me ocurre una mejor manera de estar con la mujer a quien amo.

Era ya una costumbre despedirnos en ese lugar, al terminar el día, después de ver al Sol meterse, nos besábamos por largo rato, haciendo de mí, un títere del destino, enamorado de alguien que ni yo mismo estaba seguro de quién era. Cada quién iniciaba su camino, y nos perdíamos por entre las veredas. Y al día siguiente, nos volvíamos a ver, en ese camino lleno de flores, puntuales a la hora. Parecía que nos necesitáramos ya el uno al otro, como siempre yo llegaba primero, y la esperaba recargado sobre un árbol donde había pintado un corazón y donde escribí mi inicial, y dejé el espacio en blanco de ella, hasta saber con qué letra iniciaba su nombre.

Pero un día no fue como cualquiera, llegué muy puntual, la espere como cada día, y jamás llegó, me desesperé al sentir su ausencia, la busqué por todos lados “¿En dónde estás?, ¿Por qué me has dejado?” gritaba a todos los vientos. Corrí a la colina, busqué sus huellas, pero no estaba, recorrí cada centímetro del lugar, y no pude encontrarla, estaba seguro que iría, pero no fue así. Volví impaciente al árbol, prometí no marcharme de ahí hasta que volviera, pero cuando llegué a él, el corazón estaba acompletado “J” decía en la otra parte del corazón. ¿Una “J”? me decía yo sin entender nada ¿Qué quiere decir todo esto? Una “J” es todo lo que sé de ella.

Desde entonces, ella jamás volvió, y yo sigo velando cada sueño debajo de ese árbol, esperando a que ella regrese, a que vuelva a soñar conmigo.